Resulta que mi padre era del barrio. Lorenzo nació en la calle Enladrillada a finales de los 40, cuando San Julián era un sitio marcado por el estigma de los perdedores de la guerra. En alguna casucha de esa calle, allí están mis raíces. Y resulta que, al tiempo, sus padres decidieron mudarse al Cerro del Águila, barrio algo alejado del centro de la ciudad y también de “rojos”. En las afueras de la urbe pasé mi infancia pero, como las raíces se agarran muy bien al suelo, unos jueves paseábamos por Feria, unos domingos por la Alameda y en semana santa, de madrugá, mi padre, que es ateo hasta la médula, me montaba a hombros para ver algún que otro paso de esos que andan por las calles en esas fechas.
Y resulta que, como las raíces seguían bien plantadas, antes de cumplir los 18 habíamos regresado al barrio. Y fue allí donde, entre yonkis y putas, buscando la casucha aquella de Enladrillada que ya no existía, me asomé por primera vez al Huerto del Rey Moro que, mira tú por dónde, se encuentra en esa misma calle. Imposible recordar el año, quizás 2006 o 2007. Por aquel entonces yo habitaba el espacio como lugar de encuentro vecinal: unos cines de verano con algún amigo, varias comidas populares, ver las primeras huertas escolares en movimiento.
El encuentro de la Cristina “usuaria” con la “hortelana” se produjo al acompañar a un amigo que iba a regar su bancal, al entrar con él hacia la parte interior del espacio y redescubrir ese vacío verde de 5.000 m2 entre medianeras en el que habían florecido las huertas vecinales, 2009/2010. Y desde entonces hasta ahora. Resulta que las raíces eran profundas, y dieron su fruto.
Y aquí sigo, entretenida ahora en otras labores que tienen que ver menos con la horticultura, pero que guardan una enorme relación con sembrar y cultivar, con generar espacios de encuentros comunitarios verdes en medio del aglomeramiento urbano y echar raíces.
Fdo. Cristina Cabrera